No es fácil imponer una medida de fuerza y que realmente se note. En otros tiempos, cuando la informalidad laboral no tenía el peso que tiene hoy, un paro general convocado por la CGT era un llamado de atención que ningún gobierno podía ignorar. Funcionaba como un termómetro de la conflictividad social y permitía, en muchos casos, torcer decisiones oficiales en favor de los trabajadores. Hoy, esa realidad cambió, y hay factores que debilitan profundamente el alcance y la efectividad de este tipo de acciones.
En primer lugar, debemos considerar la enorme cantidad de personas que tienen su propio negocio, emprendimiento o que viven del trabajo informal o de changas. Esta población, que representa un porcentaje altísimo de la fuerza laboral, simplemente no puede parar. No por falta de convicción o conciencia, sino porque dejar de trabajar es, literalmente, dejar de comer. En un contexto económico tan adverso, cada peso cuenta, y muchos no pueden darse el lujo de perder un día de ingreso.
Por otro lado, quienes sí están empleados en relación de dependencia, especialmente en el sector privado, muchas veces enfrentan otra limitación: el miedo. En un mercado laboral donde conseguir un empleo estable es cada vez más difícil, y donde los sueldos apenas alcanzan, el temor al despido frena la posibilidad de sumarse a una medida de fuerza, incluso cuando las condiciones laborales son claramente injustas.
A esto se le suma la falta de prestigio y representatividad que hoy tiene la CGT. Su imagen está desgastada, muchas veces asociada a acuerdos poco transparentes y a una desconexión con los problemas reales de la base trabajadora. Esto hace que las convocatorias pierdan fuerza y que no logren movilizar al conjunto de los trabajadores.
El resultado es un escenario fragmentado: en un día de paro hay gente en la calle, pero también hay negocios abiertos, empresas funcionando y miles de personas trabajando por necesidad o por miedo. Así, la fuerza colectiva se diluye, y la capacidad de presión sobre los gobiernos se ve profundamente debilitada.
Es hora de repensar las formas de lucha y de organización. No para renunciar al derecho a la protesta, sino para adaptarlo a una nueva realidad social y económica que exige creatividad, empatía y unidad.
Una mujer de 39 años ...
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