Hasta los buenos tipos se mueren. Eso le pasó a Miguel Ángel Russo. A la hora del último adiós se desconocen enemigos o enemistades irreconciliables. Todo lo contrario. Ese Miguelo de la sonrisa permanente, de la carcajada que a veces estallaba en los momentos menos pensados fue uno de los tipos más queridos en el mundo futbolero. Por los jugadores, los dirigentes, los periodistas y por los hinchas sin importar de qué color tuvieran pintado su corazón. Caía bien Miguel. Era agradable en la charla. Difícil recordar un desplante o un fuera de foco. Pillo, bien de barrio en su Lanús natal, recorrió mundo y allí donde estuvo dejó un recuerdo entrañable y, ahora, una herida que no cerrará.
¿Por qué era tan querido, tan aceptado ese Miguel de los impecables dientes blancos que rompían la frontera de los labios cuando se reía? Tal vez porque tenía sus códigos. Tal vez porque no se le conocen agachadas. Tal vez porque puso en práctica eso que se llama respeto por el otro.
Si es cierto que se juega como se vive, por carácter inverso puede decirse que se vive como se juega. Y Miguel fue un laburante de la pelota. Trobbiani, Ponce y Sabella se divertían en aquel Estudiantes memorable. Él corría detrás de ellos, generosidad pura, para recuperar la pelota que se perdía. Sin reproches. Sabía los puntos que calzaba. Y no hacía más de lo que sabía que podía hacer. Casi no hizo goles pero uno, aquel a Gremio por a Libertadores que hizo estallar a los hinchas pinchas está en la mitología albirroja. Poco, pero bueno.
Iba a ser uno más del plantel del 86, ¿qué duda cabía? Si era el hijo dilecto, un lugarteniente fiel de Carlos Bilardo. Pero, a último momento Bilardo lo borró y llevó a Bochini. Miguelo ni chistó. Desde aquel tiempo, hace cuarenta años, jamás se quejó por la ausencia que le impidió ser campeón mundial. Guardó su tristeza para su intimidad y le puso cerrojo a todas las ventanas. Nunca nada se filtró. Tal vez, vaya uno a saber, alguna vez habló del tema con sus amigos de la confitería París, en el corazón de Lomas de Zamora, su búnker inviolable.
Sabía tratar a la prensa, siempre ansiosa. A veces carroñera. Le tenía tomado el punto a cada uno. Sabía con quien podía hablar a fondo, con quien hacer un off y con quien responder evasivas. Lo que se dijo, un pillo sin sacar chapa de piola.
Era interesante hablar de fútbol con él. Sabía, por supuesto. Sabía más que los cronistas, desde luego. Y explicaba por qué en determinado partido había pasado determinada cosa. O por qué ese jugador jugaba como jugaba. Bien, mal o regular. Los escaneaba en profundidad. Y nunca mandó preso a nadie. ¿Por eso lo querían los jugadores? Quizá. ¿Por eso lo apreciaban los periodistas? Es muy probable. Por generoso en en la enseñanza de la charla sin veleidades de maestro. Y de cabeza abierta para aceptar una opinión diferente, aunque no resignara sus convicciones.
Miguelo se hizo en las calles de aquel sur profundo. En los baldíos y potreros. En los clubcitos de barrio hasta el salto al profesionalismo. Tal vez allí, en esos arrabales de la pelota acuñó su famosa frase: “Son decisiones”. Parecía una liviandad, una falta de compromiso, una gambeta para no decir lo que no quería (o no podía) decir. Sin embargo, esa frase, simple, casi elemental, había una profundidad pocas veces entendida y aceptada. Para llegar a decir “son decisiones” antes había un proceso, una evaluación hasta bajar el martillo. Para sacar o poner a un jugador. Para usar línea de tres, de cuatro o stopper y líbero. Para irse de un club. Para aceptar una propuesta de trabajo. No huía Miguel cuando decía “son decisiones”. Se estaba mostrando. Se estaba definiendo.
Peleó como un león contra esa enfermedad. No se dio por vencido y la gente se dio cuenta. Le aplaudió en respetuoso silencio que aun maltrecho siguiera trabajando hasta el final. Así lo quiso. Como esos actores que dicen querer morirse en un escenario, Miguel murió dirigiendo. Y ya está. Ahora se fue Russo. Se tuvo que ir. No fue Miguel quien tomó la decisión.
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